Las leyes bien hechas sientan las bases de un cambio, pero no sólo porque sus artículos obliguen sino porque sus postulados implican un acercamiento diferente a un problema y a sus posibles soluciones. Eso es lo que pasó hace exactamente 30 años con la LISMI, la primera ley que regulaba los derechos de los entonces llamados minusválidos en España, afrontaba un nuevo enfoque sobre la discapacidad, que partía de las personas y de sus necesidades.
De lo que antes se encargaba, con todas las limitaciones imaginables, la beneficencia, pasaba a ser regulado por los poderes públicos. Fue un paso enorme. Se establecían, por ley, las bases que asentarían el camino hacia una sociedad más igualitaria. Una zancada. Por primera vez los discapacitados y sus familias tomaban conciencia de que no se podía limitar su derecho a la educación, el trabajo o la sanidad.
Y como consecuencia de esto, vino todo lo demás. La calidad de vida, la lucha por la autonomía y el desarrollo personal dejaron de ser utopías. El trabajo digno, que pone en valor las capacidades reales de las personas discapacitadas comenzó a ser una realidad.
La ley obligó a todas las empresas con más de 50 empleados a reservar el 2% de sus puestos de trabajo para personal discapacitado, y el 5% a las Administraciones Públicas, y pronto abrió la posibilidad de cubrir esa cuota a través de un centro especial de empleo.
Así, las empresas tenían dos posibilidades, la integración directa de las personas discapacitadas en el mercado laboral abierto ordinario, o a través del mercado protegido de un centro especial de empleo. En el segundo caso, el trabajador con discapacidad cuenta con un equipo de profesionales que dan soporte a sus necesidades y que vigilan la adecuación del profesional a los puestos de trabajo, de manera que quede garantizada su completa adaptación.
Poco a poco, ayudada por subvenciones, la contratación fue creciendo, y la labor de divulgación de asociaciones, fundaciones, gobiernos y centros especiales de empleo fueron desmitificando los temores infundados en torno a la menor valía, y al mayor absentismo del colectivo discapacitado.
Hemos avanzado mucho, pero las necesidades han evolucionado del mismo modo que lo ha hecho la sociedad y también el lenguaje. La integración se ha visto superada por la inclusión, la minusvalía por la discapacidad y la LISMI se verá superada por una nueva ley que la refundirá en un único texto con la LIONDAU y la Ley de Infracciones y Sanciones.
Será una oportunidad para responder a las nuevas demandas, superar las limitaciones de la ley anterior haciéndola más efectiva. En especial, lo que todo el mundo reconoce como el talón de Aquiles de la LISMI, el cumplimiento de las tasas de contratación de personal discapacitado por parte de las empresas.
Y aquí comienza un debate: ampliar las inspecciones de trabajo, aplicar sanciones más duras o incentivos fiscales para aquellas empresas que contraten a personas discapacitadas… Las fórmulas son variadas, pero en nuestra opinión, la mesa cojea si sólo se apoya en premios y castigos.
La tercera pata, la que hará de la ley un apoyo sólido y estable es la verdadera concienciación de los responsables empresariales respecto a la preparación y valía de las personas discapacitadas. Si no es un punto legislable habrá que hacer un esfuerzo máxime para sentar las líneas de actuación necesarias para lograrla. Para reflexionar sobre estas cuestiones, echar la vista atrás sobre los logros alcanzados en los últimas tres décadas y los retos que habrá que afrontar en el futuro, el próximo día XX de septiembre habrá una mesa redonda en XXX…